8 de julio de 2015

¡GAFOTAS!

Bebed las lágrimas pisoteadas tras la victoria. Henchid el alma por encima de la nobleza y hundid en el fango la cabeza del compañero o el desconocido que nunca supo nadar y apenas consigue llegar a un soplo de aire oxigenado mezclado con la porquería que flota junto a sus labios. Todo porque somos los supervivientes de este cenagal. Los mejores. Bendita humanidad que educa en sobresalir a costa de los más sagrados principios. Hace tiempo que podemos vivir sin depender de ninguna otra especie. Someter todas y cada una de las vidas en el provecho de cualquier pecado capital que nos haga sentirnos perfectos.
Nos equivocamos. A cada paso con zapatos limpios nos acercamos más a un camino sin tierra bajo nuestros pies.
Echo de menos la viveza de los cachorros de animales que me forjaron. Me faltan en la educación que trasmito. Me faltan en la verdad que me refuerzan. Ellos no insultan.
Malditas palabras usadas para resaltar defectos. Desafortunadas sentencias que, en boca de los hijos de nuestros colegios, ejecutan la inocencia en su raíz más sagrada. Cargar las espaldas de una niña para obtener una carcajada que nos permite ser aceptados en la manada, olvidar el complejo de no ser nada. Sin mirar atrás, ni hacernos responsables de las consecuencias de nuestros actos. Culpables de encajonarla en una pequeña sepultura.
La presionaron tanto que dejó sus gafas en un cajón para aprender a bailar sobre cuchillos con los ojos cerrados y hacer pensar a su familia y a todo el mundo que podía ver luz al otro lado de los muros de la vergüenza y sobrevivir al maltrato de la inferioridad. Bajó escaleras sin ver los peldaños. Lo he intentado unos minutos para impregnarme de esa sensación, la de ella. Sin darse cuenta, alcanzó a perfeccionar sus sentidos, sin darse cuenta. Pudo flotar en el aire y jugar a llegar al otro lado del acantilado sin que nada la sostenga.
Conquista su capacidad de soportar el miedo que generan las consecuencias de la incertidumbre que produce su decisión. Su firmeza.
Seduce la suavidad de coger la miel del mismo abdomen de la abeja obrera y mirar como la colmena queda embelesada de su alegría.
La operación de su miopía es un éxito. Ahora los colores entran y salen limpios de sus retinas. El verde de los uniformes purifica sus pupilas. El compromiso de estos médicos, quienes alcanzan las metas rodeando las pestilencias, la compensan con generosidad. A veces se para frente a su espejo y llora el reflejo de su sonrisa. Se ha perdido verse madurar en su piel preciosa, en sus gestos femeninos, en la belleza de la plenitud, en los recuerdos que apenas puede recuperar del álbum de fotos familiar. La felicidad inunda de libertad su futuro. El que ayer le robamos. Se lo debemos.
Nos cuenta sonriendo como el carbón encendido que aprendía a sortear se apaga y transforma en pequeños terrones de azúcar.
Mientras, derrotado, duermo al abrigo de sus relatos y me hipnotiza su mirada. Ahora, ella ve.
JOSÉ CHINCHILLA LÓPEZ

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