Despilfarro el agua que necesito, el agua que me limpia, el agua que me bautiza, el agua que arrastra mis penas, mis sufrimientos, mi incomprensión y mi desdicha, a la profundidad de un sumidero oscuro y frío de donde nunca regresen. La humedad devuelve un poco de frescura a los cortes que acuchillan mi corazón, mi alma entera, día tras día. Y tú no estas.
Me tranquiliza esa eternidad bajo la ducha. La que supongo usamos todas para escapar del monstruo del desamor, de un silencio de cementerio. Doy por abandonadas mis tareas, las cosas que me han encargado y rompo mi sumisión enmudecida en mil pedazos. Las olvido, las quiero olvidar intencionadamente.
Hay momentos que deseo pensar que nada de esto está pasando, que mi desesperación lo inventa como un cuento quijotesco que se me ha metido dentro. Del que soy incapaz de salir.
A la vez pido al genio de cualquier lámpara que me haga fuerte para devolver el guante a quien me cruce la cara sea hombre o dios.
Aliviada, acabo desnuda bajo la toalla frente a la ventana, tras el cristal de mi dormitorio, a este lado avergonzado del mundo. El mío. Mientras, al otro lado de la calle, otros cristales traslúcidos guardan otros episodios distintos, de otras vidas diferentes, con bocas que no tienen que ser tapadas mientras lloran o ríen su dolor o gozo. Quizá, un día, en esta ruleta de la fortuna, alguna pueda ser tan feliz como sueño.
JOSÉ CHINCHILLA LÓPEZ