2 de enero de 2016

RENDIDA

Reposo tras un suspiro de sorpresa. Las ruinas, sus ruinas, mis ruinas, las nuestras, las de nuestra inmutabilidad, las de mis secretos, mis confesiones, todas al descubierto. Rota la coraza que las preservaba. Una intensa mirada para alcanzar la intimidad que, ya tarde, brota a borbotones a la intemperie. La de ellos, la mía, la nuestra.
Cada rincón un edén para sembrar pareja y altares donde mantener el pecado. Escenarios de abrir y cerrar el telón, de rasgar finos algodones sin distancias, de tomar lo ajeno, de soltar la imaginación y dejarnos sorprender por los bucles que riza en su vuelo.
Oscila a merced del sol o la penumbra, de la tempestad o la quietud, de forasteros o familia. Como una granada al madurar, resiste en la esquina, sin interés. Profanada ante cualquier postor.
Sucumbe el esfuerzo para esconder su grandeza a las habladurías nefastas de quienes jamás importaron. Paraíso de esta carcoma.
Sestea sobre el colchón de tranquilidad que la cubre. Acostumbrada a dormir sola. Junto al trinar desesperado y paciente. Bajo goteras incurables, abandonadas. A merced de un reloj de arena interminable, entre olor a resina y espliego.
Apagado el bullicio de su juventud, de sus perros guardianes, de las huellas de herradura, del soniquete de unos tacones las tardes de domingo, del tintineo de sus cadenas, del nombre que gritaba una madre, del berrido recién parido.
Este silencio golpea con saña los miedos de una realidad adversa. Entre el temor a tu desgracia y el recuerdo del ímpetu atrevido de nuestras caricias. Con igual paciencia, agotada o marchita, expectante o desvergonzada. A su manera. Florece al fin.

JOSÉ CHINCHILLA LÓPEZ